Discurso de Rouco Varela
Con motivo de la Canonización de los Santos Juan XXIII y Juan Pablo II, el Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio Mª Rouco Varela, presidió este sábado, 26 de abril, la celebración de una solemne Eucaristía en la Basílica romana de San Lorenzo in Dámaso, de la que es titular. En su homilía, y ante cientos de jóvenes y peregrinos, destacó que Juan Pablo II y Juan XXIII han sido “dos papas que han marcado la historia general de la Iglesia, del mundo y nuestra propia historia personal, en algunos casos de una forma muy directa y muy honda”. “El Vaticano II marcó la vida de nuestra generación, de los sacerdotes, consagrados y consagradas, de una manera honda. En cambio, nuestro recuerdo del Papa Juan Pablo II es conocido por todos los que habéis estado aquí: ha sido el Papa de vuestra vida, de vuestra juventud, de vuestras vocaciones”.
Destacó de ambos que su bautismo, confirmación, su ordenación sacerdotal y su ordenación episcopal, “han dado frutos espléndidos de santidad. Y cuando se habla de santidad, también se habla de santidad de la Iglesia. Ésta se presenta al mundo con capacidad de evangelización del hombre, respondiendo a las necesidades más profundas: las más externas, de la pobreza, de los sufrimientos, de la enfermedad, y las más hondas, de las crisis interiores, de la depresión, de la pérdida del sentido del bien, del mal, de la verdad, que muchas veces acompañan la vida del hombre. Y sólo puede hacerlo para responder desde una afirmación plena, categórica y consecuente de la santidad, que no es otra cosa que la perfección de la caridad”.
Con el bautismo, explicó, recibimos una “vida nueva”, una “vida de fe” que “es la luz que nos permite conocer la verdad de Dios”. Además, el “hombre nuevo vive de esa otra gran virtud teologal, que es la esperanza”. Recordando una expresión muy utilizada por Juan Pablo II, el hombre que quiere ser mucho más de lo que quiere tener, señaló que “quiere ser hombre en la plenitud de su vocación, que es la de ser hijo de Dios, y no la del hombre de este mundo”. Es “una vida en la que el amor corona, da el fruto final de lo que se ha conocido por la fe, lo que se ha anhelado, aspirado y luchado por la realización de la verdad, y que termina por el amor a Dios, un amor que se concreta en el amor a los hermanos. Con una capacidad de cambiar las cosas, el mundo. Es así, cuando cambia el hombre y cambia el mundo”.
Ambos papas, dijo, “han sido un ejemplo extraordinario de hombres de fe, de testigos y servidores de la fe, de la esperanza y de la caridad. Juan XXIII tuvo un corto pontificado, pero lleno de audacia espiritual: convocar el concilio Vaticano II”. Y Juan Pablo II, con “un pontificado muy largo, 27 años de acción pastoral, en la que recorrió el mundo como testigo, misionero, con una fuerza misionera singular del evangelio de Cristo, el Evangelio de la resurrección del Señor y del hombre. Impensablemente, marcado por las señales de un martirio que no se consumó porque el atentado no dio el resultado que esperaba el que lo cometió, y que acompañó toda su vida como una especie de espina, como la de san Pablo. Testigo de la fe que dio a la Iglesia la entrega de su vida. La oblación se expresa en la caridad cuando es auténtica. No es búsqueda de uno mismo. Una oblación callada, sencilla, y que se da todos los días, en el caso de él casi 3 décadas de pontificado, y en los años del episcopado, sacerdocio y joven universitario en su patria, desolada por la segunda Guerra Mundial. Y que llegó al corazón del mundo a través de la entrega a los demás, a los pobres, necesitados, matrimonios, familias, a los que vivían la crisis de la fe de una forma hondísima y radical y que convocó al mundo a la nueva evangelización”. Una llamada, prosiguió, que acogieron muy bien los jóvenes del mundo, ya que fue el impulsor de las Jornadas Mundiales de la Juventud. En este sentido, recordó que en agosto se cumplirán 25 años de la celebración de la IV JMJ de Santiago de Compostela. “El Papa de una nueva juventud, con calificativos siempre auténticos”, apuntó.
Subrayó que la canonización se celebraba en el domingo de la Divina Misericordia, día en el que Juan Pablo II al final de su pontificado interpretó la salvación como “la rúbrica de un Cristo resucitado que abre el corazón con una fuente de misericordia”. “La coincidencia espiritual de este forma de ver y celebrar la Pascua en su punto y momento final, como expresó el Papa Francisco en sus primeros días de Pontificado, es completa. Estas coincidencias no son casuales ni son fruto de un azar que nadie controla: son coincidencias que vienen del Espíritu Santo, de la Iglesia y del corazón de Dios, y tienen que ver con esa exigencia constante a la Iglesia para que evangelice y anuncie el gozo del evangelio, que si es de misericordia es así, y que necesitan especialmente los hombres de nuestro tiempo”, aseguró.
Concluyó pidiendo a la Virgen que “nos permita sumarnos a la evangelización de la Iglesia que comienza como una realidad que necesitaba renovación, con el Concilio Vaticano II, ofreciendo la eterna novedad del Evangelio, que sigue siendo así hasta hoy mismo, y que debemos asumir como un aspecto esencial de nuestra vocación cristiana”. “Del testimonio del amor que le debemos a Cristo, dijo, los obispos, sacerdotes, familias, jóvenes, si queremos dar una prueba de que le amamos, tenemos que ser testigos valientes del evangelio, como lo fueron Pedro y Juan”