Francisco, el Papa de los pobres

Francisco es un jesuita que quiere ser como el santo de Asís que recorrió Europa sin dinero para servir a Cristo
No les voy a ocultar que la renuncia, el pasado 11 de febrero, de Benedicto XVI produjo en mí un indisimulable sentimiento de orfandad espiritual. Los argumentos en el sentido de que es Cristo quien gobierna su Iglesia, y no Pedro, no lograban calmar la desazón por el inesperado adiós de quien, sin duda, durante ocho años, ha sido la luz del mundo. El riquísimo magisterio del Papa alemán, su hondura teológica y la forma como ha derrotado a la principal lacra de Occidente (el relativismo moral) son sólo una parte del impresionante legado que nos deja Ratzinger.
Pero mis oraciones, y las que (a buen seguro) elevaron al cielo millones de católicos de todo el planeta durante el cónclave, han dado el fruto esperado. El Espíritu Santo llenó los corazones de los cardenales electores que eligieron, en efecto, como siempre ha ocurrido, al mejor Papa posible. Los que llegaban como favoritos se hicieron pequeños y humildes entre las paredes de la Capilla Sixtina, y de ese empequeñecimiento brotó la llama del amor a la Humanidad. Y vino el Papa Francisco.
El cardenal Bergoglio ya no es un cardenal. Ahora es el sucesor de Pedro y lo que se le pide es que sea la piedra de la Iglesia, el eje sobre el que se asienta una doctrina que asegura a los hombres el Bien Común. Su trayectoria personal, sus 76 años de vida, nos hablan de su estilo, de esa recurrente preocupación por los pobres, de la forma rotunda y sin ambages como ha combatido el aborto, el matrimonio homosexual o la teología de la liberación, llegando a ser (reconocido por Néstor Kirschner) la principal oposición al socialismo montonero de la Argentina. Pero más importante aún que su pasado es la certeza de lo que podrá conseguir en el futuro.
Porque al ministerio petrino llega un jesuita que quiere ser como el santo de Asís. Como “il poverello” que recorrió Europa sin dinero para servir a Cristo, para dar Gloria a Dios por encima de cualquier otra cosa. Desde el primer instante, nos ha pedido a todos que oremos por el Papa Emérito, por él mismo y por el conjunto de la Humanidad.
Ha protagonizado pequeños gestos que nos dan a entender que a Francisco no le hace falta ningún oropel para ir a donde quiere llegar: a conquistar los corazones que viven en la penumbra del agnosticismo.
No será como Benedicto XVI ni como Juan Pablo II. O mejor dicho, será como ellos en lo esencial. Pero Dios nos regala, tras cada cónclave, un carisma diferente, un estilo distinto que, quizá, complemente al anterior y sea anticipo del siguiente. La ingente tarea evangelizadora que la Iglesia debe acometer sin tardanza, los desafíos a los que se enfrenta en este mundo secularizado y demasiado frío, le corresponden al nuevo Papa con sus talentos, sin duda, pero también con la fidelidad y el compromiso de todos los católicos. De los ordenados, y de los laicos.
En los apenas tres días que lleva en el sillón de Pedro, nos ha alertado contra los hijos del diablo (uno de ellos, el pesimismo), contra el error de pensar que la Iglesia es una ONG, y contra el riesgo de querer ser cristianos sin asumir la Cruz de nuestro Señor. Y nos ha instado a todos a llevar una vida “irreprochable”. Es decir, nos invita a superar los límites de la ley y establecer las fronteras de nuestro comportamiento nada menos que en la santidad. Sí, la santidad…, que está al alcance no sólo de un Papa como Francisco, sino de todos y cada uno de nosotros. El mundo necesitaba un Papa que dirigiese su amorosa mirada hacia los desheredados, hacia los más débiles. Un Papa que, como éste, besase los pies de los enfermos y la cabeza de los moribundos. Un Papa capaz de señalar los excesos del liberalismo salvaje, tan nocivos y atroces, tan inhumanos como pueda serlo el marxismo. Un hombre, en definitiva, que en la siempre difícil diatriba de tener que elegir entre sentarse a comer con un pobre o con un rico, elija instintivamente, y sin dudarlo, al primero. Eso es lo que hacía, y así nos enseñó a vivir, Jesús de Nazaret hace más de dos mil años.
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