La conciencia de los individuos se siente hoy cada vez más fragmentada, atrapada en una dolorosa ruptura interior. Más aún, en una desarticulación o desmembramiento. Como si se le hubiera caído algo por el camino que no encuentra. Las relaciones hondas y significativas son hoy sustituidas, en nombre de la apremiante y demandada omnivinculación digital, por nexos superfluos y coyunturales que no logran llenar nuestro ánimo de esperanza, de proyectos compartidos.
Denomino a este mal contemporáneo la herida de la comunidad: sujetos anímica y físicamente dislocados que, en su miedo a la soledad, se conectan con desespero mediante la inconsistencia y la violencia de lo superfluo. El resultado es la constitución de una sociedad compuesta por individuos que sospechan que están muy solos y que, por añadidura, no logran salir de sí mismos. Se trata de una mismidad devoradora que daña y fragmenta el ánimo. Una sociedad cuyos miembros no se miran a los ojos; ya no se acuerdan de hacerlo. De individuos que no se cruzan.
En este contexto de trabazones rápidas y triviales y de un creciente sentimiento de soledad no deseada, el mensaje de unidad —en el Uno— de Agustín de Hipona, filósofo y Padre de la Iglesia (354-430 d. C.), ahora renovado por León XIV (In Illo uno unum), cobra una intrépida y salutífera relevancia. El alma se salva con otros. También el cuerpo. La cristiandad católica no se reduce al despliegue de un aparato burocrático, no se trata de una mera entidad administrativa, sino de una urdimbre de sentido, afecto y corresponsabilidad. La cruz no es únicamente el signo de la trascendencia, que nos indica la dirección hacia arriba; tampoco simboliza un simple instrumento de tortura. La cruz es, ante todo, intersección de lo que asciende con lo que permanece y existe en la horizontalidad. La cruz representa la comunidad de los iguales que participan de y entre una colectividad compuesta por peregrinos. Peregrinos del Uno.
Leemos en las Confesiones (IX, 1) agustinianas: «Tú que brillas más que toda luz, pero más oculto que todo secreto». Se trata del Deus absconditus del que, siglos más tarde, daría noticia Jakob Böhme en Mysterium magnum: «Si contemplamos el mundo visible con su ser y contemplamos la vida de las criaturas, encontramos el símbolo del invisible mundo espiritual, que está latente en el mundo visible como el alma en el cuerpo, y vemos que el Dios escondido está cercano a todo y todo lo atraviesa, al tiempo que permanece por entero oculto al ser visible». Para emprender esta tarea de discernimiento es preciso encontrarse en la comunidad de los que buscan, de aquellos que se declaran, a sí mismos y a los otros, caminantes que aspiran al Uno. Explicó Plotino en sus Enéadas (IV, 9) que la amistad «es posible por la unidad del alma», por el encuentro de los que anhelan lo similar. Por el encuentro en el mirar lo mismo. Porque buscamos, apuntó san Agustín al iniciar las Confesiones (I, 1) que «nuestro corazón anda siempre inquieto». Este agitado corazón (inquietum est cor nostrum) habita por naturaleza en cada ser humano; consideraba Agustín que el desasosiego del mundo es aliviado por la aspiración al Uno, ya que —en versos de Rosalía de Castro— «no, no puede acabar lo que es eterno, / ni puede tener fin la inmensidad».
Ahora bien: existe en nuestros días un extremado desasosiego porque nos han empujado a ocupamos artificialmente de lo que al polvo vuelve. El sujeto contemporáneo es condenado a ser un consumidor de experiencias y estímulos, a fragmentar su identidad mediante la insidiosa atención a las redes sociales, a permanecer siempre conectado y disponible sin frontera entre la hora del trabajo y la hora del ocio. Lo diré sin tapujos: la aspiración al Uno no es únicamente un gesto metafísico o teológico; se trata, más bien, de una resistencia cordial ante la proliferación de los vínculos rotos y de los afectos desechables. La unidad en el Uno a la que Agustín hace alusión no nos anula, no suprime nuestra individualidad, sino que nos pone en comunicación y a la vista de otros para hacer posible el reconocimiento.
La inquietud del corazón a la que Agustín se refiere encuentra desahogo y sosiego en la evocación del otro —que también está inquieto—. Es en esa identificación donde se juega nuestra esperanza, la ilusa (por confiada) seguridad de que estamos juntos. El alma no se apacigua con la superfluidad, con lo urgente, con la velocidad. Se halla serenidad al dar con la seña inconfundible de la fragilidad compartida, que es fuerza. Entre quienes comparten camino y reconocen los dos maderos de la cruz: el que sube y reconoce el Misterio, pero también el horizontal, el que nos impulsa a mirarnos a los ojos y decir «tú y yo aspiramos al Uno».

CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO
Filósofo
Publicado en Alfa y Omega el 19.5.2025