Ayer salí de casa para comprar la cena, pero entre la casa y el supermercado se interpuso la floristería, y aunque mi cuenta corriente está en coma, entré y compré una nueva planta, evocando el proverbio chino: «Si tienes dos centavos, gasta uno en pan y otro en una flor. El pan te dará vida y la flor te dará una razón para vivir».
Decidí entonces regalarme una maceta, porque andaba un poco melancólico. Como quien se come un bombón o llama a una amiga para aliviarse. Pero también para saludar a la chica que regenta el negocio, para que me sonriera. Porque si pudiera comprar un par de sonrisas suyas lo haría y las pondría en el jarrón para quedarme ciego cada mañana. Compré un poto, compré la cena, y luego volví a casa con los ojos quemados, como si hubiera mirado la luz de una linterna muy de cerca. De modo que tengo un nuevo inquilino en casa y, ahora mismo, me está mirando desde un estante, al lado de otro poto, el antiguo, que supongo que está celoso, como el niño al que un nuevo hermano le ha robado las atenciones de los padres.
Por qué compramos plantas, me pregunto. Por qué esta manía de plantar pequeños bosques entre los muebles, en las habitaciones. De enverdecer las esquinas de nuestras viviendas y amueblar los balcones con una muralla de flores.
Recuerdo que una vez escribí sobre este mismo asunto y dije que las plantas que compramos alivian nuestro apetito urgente de vida, además de reconciliarnos con la naturaleza que maltratamos, de la que nos hemos alejado. Pero, además, creo que las plantas nos entregan la lentitud, una serenidad que olvidamos, presas de nuestros laberintos mentales, de nuestra agenda vertiginosa. Las plantas son hipnotistas, como todo lo suave: la fuente, el fuego de la chimenea, la hierba que mece el aire, la sonrisa de la florista. Escribe Christian Bobin: «El mundo ha matado la lentitud y ya no sabe dónde la ha enterrado».
Pero también, a un nivel inconsciente, porque nos congratula ser testigos de un crecimiento. Quizá porque nosotros estamos llamados a florecer. Porque escondemos una maduración. No creo que estemos en esta vida para aprender una lección. Cada vez estoy más convencido de que no venimos a aprender nada, sino a hacer un ejercicio de memoria y recordar quiénes somos.
Ojalá me parezca yo un poco a una de mis macetas y sea un aroma donde se recrea alguien, la presencia curativa que refresca su semana. Ojalá alcance mi verdadera estatura y sea como el polen de la flor, que sale disparado y llevando vida a todas partes.
A propósito de las flores, mi hermana Lucía me escribió una vez el piropo más bonito que me han dicho nunca: «Me pareces tú una florecilla de esas que crece en el hielo, sola en medio del frío, y que con un poquito de cada cosa ha podido crecer».
JESÚS MONTIEL
Escritor
Publicado en Alfa Y Omega el 26.5.2025
