Ofrezco unas pinceladas del pontificado de Francisco, en base a tres de sus palabras clave: conversión, corresponsabilidad y corazón. En 2013, el Santo Padre nos exhortó a una «conversión pastoral y misionera» (EG 25). Casi doce años después, en el reciente Sínodo, el Espíritu Santo utilizó un gran amplificador de ese magisterio convocándonos a la conversión de las relaciones, los procesos y los vínculos, para formar un pueblo de discípulos misioneros. La pastoral de la conservación en la Iglesia debería estar en extinción. Veamos ejemplos.
Necesitamos convertirnos para que, en nuestras comunidades, junto a la promoción del sacramento del matrimonio por el testimonio de quienes hagan resplandecer su belleza, podamos salir al encuentro de las parejas en situaciones irregulares que requieren que la Iglesia las trate como una madre y no solo las acoja sino que, si se dan determinadas circunstancias y un adecuado discernimiento, les permita acercarse a la comunión, como enseña Amoris laetitia. Necesitamos convertirnos para encarnar el cuidado de la casa común. Necesitamos convertirnos para comprender e imitar el gesto que hizo el Papa el primer Jueves Santo de su pontificado, cuando lavó los pies a dos reclusas —una de ellas musulmana— a fin de poner en práctica las enseñanzas de Fratelli tutti. Niños, mujeres y ancianos son quienes más sufren, así se trate de migrantes, refugiados, víctimas de trata, de guerras y conflictos. Ellos, con la voz del Papa, están gritando a la «globalización de la indiferencia», en espera de nuestra metanoia.
En lo que concierne a la corresponsabilidad, los Pontífices posteriores al Vaticano II nos han impulsado a comprender y vivir el concilio. En continuidad con ellos, Francisco tomó la antorcha y trató de que cada bautizado encendiera la suya para asumir nuestra corresponsabilidad en una Iglesia «en salida». De ahora en más, nadie que haya recibido el Bautismo debería sentir que su voz y su participación carecen de valor. En las últimas asambleas sinodales, en torno a 35 mesitas redondas se mezclaron obispos y cardenales, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas. Sentados a la misma altura, desarrollaron las conversaciones en el Espíritu y fueron movidos por Él para la escucha y el discernimiento común.
No quedó atrás la jerarquía, sino la estructura piramidal. Ahora, en las familias como Iglesias domésticas, pasando por parroquias, asociaciones, movimientos, congregaciones, diócesis, conferencias episcopales y regionales, hasta dicasterios, se nos exige incorporar definitivamente el estilo sinodal mediante el cual todos somos corresponsables, según nuestros propios ministerios y carismas. La sinodalidad es una de las grandes herramientas que nos ha dejado el Papa para erradicar el clericalismo.
Al inicio de su pontificado, Francisco manifestó que las mujeres debían estar en la Iglesia en lugares de toma de decisiones. Ahora hay mujeres con corresponsabilidad a nivel de gobierno, de economía, de cultura, de sinodalidad, de elaboración y discernimiento teológico, de pastoral en la Curia romana. Esta «no se sitúa entre el Papa y los obispos, sino que se pone al servicio de ambos», según Praedicate evangelium 8, como María, cuyo poder fue siempre el servicio. ¡Cuánto hecho y cuánto queda por hacer para que el ardor misionero de Francisco se haga realidad en todo el pueblo de Dios!
Por último, el corazón. El mundo parece haber perdido el corazón, nos dice Francisco y nos invita a dirigirnos a Cristo vivo «para dejarnos abrazar por su amor humano divino» (DN 49). Quizá hayamos reparado poco en el llamado a la santidad que nos señaló en Gaudete et exsultate (2018) y nos acompañó en cada paso de su magisterio y de su vida. Esa línea de crecimiento para nuestra espiritualidad culmina en una cristología, Dilexit nos (2024), centrada en el Corazón de Jesús. El corazón es el centro corporal, anímico y espiritual del ser humano, donde se fraguan las decisiones importantes, se unifican las capacidades y pasiones humanas, se integra y cobra significado nuestra historia y se afinca nuestra identidad. El Corazón misericordioso de Jesucristo «nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: “Nos amó primero“» (DN 1). En el encuentro con el Corazón de Cristo se gesta la conversión y la corresponsabilidad: «Nos hacemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común» (DN 217).
El papado de Francisco es una gran ráfaga del Espíritu Santo para volver al Evangelio: para que, tal como Jesús lo hizo, la Iglesia madre haga sentir, especialmente a las mujeres y a los pobres, que «está de su lado»; para que ella también atraiga a los que están lejos al banquete de la Eucaristía habiendo primero lavado sus pies; para que, ministros ordenados y los demás miembros del pueblo de Dios, tal como Jesús lo hizo en Palestina, caminemos juntos hacia la casa del Padre, construyendo una Iglesia sinodal y misionera.

MARÍA LÍA ZERVINO
Miembro de la Asociación de Vírgenes Consagradas Servidoras
Publicado en Alfa y Omea el 22.4.2025